viernes, 4 de abril de 2014

CARMIÑA, A DO INGLÉS.


Ilustración de Bellina (@bellina_be)

Volvía de Finisterre, el destino final, mágico y ancestral, del Camino de Santiago. En la ciudad donde yacen los restos de Prisciliano, el obispo herético confundido con el hijo del Zebedeo, asistí a la misa del peregrino, abracé al Apóstol y aspiré el olor del incienso que quemaba el gran “botafumeiro” mientras iba de un lado al otro del "cruceiro" de la Catedral, curiosamente usado antaño para disimular el olor de los peregrinos. Después de cumplir con esos ritos inicié el tramo final del camino hacia el Fin de la Tierra de los celtas, el embarcadero de Caronte para los griegos, aquella costa que horrorizó al General romano Décimo Junio Bruto cuando vio caer el Sol en el mar, seguido de una gran llamarada que salía de él.

Mi idea era llegar andando a la ría de Corcubión pero mi agotamiento hizo que me detuviera en una pequeña aldea marinera donde pregunté a unas paisanas por algún sitio donde pudieran darme habitación y comida un par de días. Una de ellas, con cara de disgusto, me dijo secamente en gallego:

—Onde Carmiña, a do Inglés, estará ben.

Después tuve que preguntar sorprendido y curioso dónde era eso de “Carmiña, a do Inglés” y pasados varios minutos de preguntas y respuestas pude, al fin, salir de la aldea, subir por un camino rural y llegar a un gran caserón desde donde se veía el mar. Carmiña, a do Inglés, vivía sola en una gran casa de piedra, restaurada y desde donde lo días claros se podía ver en todo su esplendor parte de la mítica y misteriosa “Costa da Morte”. Pasaba de los treinta, de pelo negro, ojos verdes y un cuerpo rotundo, que suavizaba su cara de niña traviesa. Había convertido la vieja casa familiar en un Hostal rural, después de volver de Londres a donde se había ido con 20 años detrás de un “jipi”, como me contaron las mujeres mientras me indicaban como llegar allí.

Me recibió con una gran sonrisa y me preparó una de las habitaciones con ventanas al mar y una cama antigua enorme. Esa noche después de cenar le invité a sentarse a mi mesa a tomar un café y me contó su historia, yo no hacía más que fijarme en sus ojos, en su sonrisa y en la rotundidad de su cuerpo, mientras me contaba su aventura londinense como si fuera un amigo que hacía tiempo no había visto.

Al día siguiente, cuando volvía de dar una vuelta por la playa que estaba a los pies de la colina que remataba la casa, vi una puerta abierta que desde el pequeño huerto trasero daba a la cocina y me asomé. El morbo que ha alimentado siempre mis más profundos sentimientos eróticos hizo que me quedara extasiado contemplando a Carmiña cocinando de espaldas a mí y yo observándola desde el marco de la puerta, sus caderas llevaban la misma cadencia que los movimientos de sus brazos trabajando una masa de harina en la repisa de mármol de la cocina.

Durante el Camino tienes muchas horas en la que tienes que ocupar la mente en algo sobre todo si vas solo; reconozco que muchas veces pensaba en sexo cuando mis meditaciones ya no me entretenían, y como no soy de rezar, al ritmo de la caminata iba calentando mi imaginación, por otro lado nada difícil de calentar, el morbo siempre ha sido un fiel compañero de mi vida.

—¿Qué cocinas?— le pregunté todavía turbado por la visión de sus caderas.

—Anda lávate las manos y ven a ayudarme si quieres— Me dijo con esa risa pícara que acentuaba las pecas en sus mejillas.

Claro que quería, me lavé las manos y le pregunté en que podía ayudar
—Estoy haciendo una masa para una empanada de bacalao y pasas— me respondió sin levantar la vista.

—Pero toda esa comida, ¿para quién es?— le pregunté

—Tienes que recuperar fuerzas después de tanta caminata— me contestó mientras en sus ojos y en su sonrisa se reflejó un punto de picardía que en aquel momento me produjo un cierto hormigueo por el cuerpo.

—Ven, ¿quieres aprender a hacer una masa para empanada?.

—Bueno…, nunca he amasado nada

—¡Ay rapaz!, fariña non habrás amasado, pero outras cousas...— me contestó en gallego. 

Creo que me puse rojo y me subió el calor a la cara. Y ella riéndose me mostró como tenía que hacer.

—Ahora ponte tú.

Y ella se puso a mi espalda, y cogiendo mis manos me ayudó a amasar, pero… yo estaba más pendiente de sentir su cuerpo apretado al mío y no pude evitar darme la vuelta y besarla, ella pareció asombrada, río y me dijo.

—Venga, que acabaré yo,  la masa se estropeará con esa calentura que llevas.

Y se partía de risa mientras me miraba y siguió con la masa. Me senté en una gran mesa de madera y me dijo que me sirviera una copa del vino blanco que se estaba enfriando en la nevera.

Cuando terminó tapó la masa, para dejarla reposar, y se sentó a mi lado, le serví una copa de vino, bebió varios tragos mirándome y mientras me acariciaba la cara con sus dos manos me besó, un beso profundo, largo y tierno que se convirtió más tarde en un beso apasionado y caliente.

—¿Quieres comer aquí, en la cocina?, estarás más caliente— me dijo, levantándose de la mesa, como si no hubiera pasado nada.

Caliente se está, pensé, no había duda. Y cuando se acercó a la encimera de nuevo, fui tras ella y la volví a besar mientras mis manos se atrevían a explorar su cuerpo.

—Anda, quita, que se va a estropear la masa— me dijo mientras la cortó en dos trozos y comenzó a trabajarla con el rodillo.

Aproveche su postura para besarla en el cuello y mientras ella le iba dando forma comencé a acariciarle el pecho, deteniéndome en sus pezones, las piernas... Yo amasaba lentamente sus carnes y ella no decía nada y seguía a lo suyo, hasta que comenzó a gemir. Allí mismo, en esa postura, mientras ella movía con sus manos el rodillo llegamos al orgasmo, ¿la empanada?, la mejor que he comido en mi vida.

Ni que decir tiene que permanecí en casa de Carmiña, a do Inglés, varios días más, y la cocina se convirtió en nuestro campo de batalla. Unas veces en un cómodo sofá que tenía al fondo de la cocina y hasta un día nos acorralamos en la esquina de la nevera mientras en el fuego hacía chup chup una “caldeirada” de rape. Entre los deliciosos aromas de sus guisos tuvimos  orgasmos gastronómicos, ora con aroma a arroz con bogavante, ora a almejas a la marinera o a empanadas de carne o de pulpo… todavía hoy, cuando guiso en casa, me acuerdo de ella y de esos días en la Costa da Morte.
Como no me va a gustar comer y…
 Este cuento fue publicado el 31/03/2014 en "El Pilín, Diario Paranóico".

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