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Ilustración de Bellina (@bellina_be) |
Volvía de Finisterre,
el destino final, mágico y ancestral, del
Camino de Santiago. En la ciudad donde yacen los restos de Prisciliano, el
obispo herético confundido con el hijo del Zebedeo, asistí a la misa del
peregrino, abracé al Apóstol y aspiré el olor del incienso que quemaba el gran
“botafumeiro” mientras iba de un lado al otro del "cruceiro" de la Catedral,
curiosamente usado antaño para disimular el olor de los peregrinos. Después de
cumplir con esos ritos inicié el tramo final del camino hacia el Fin de la
Tierra de los celtas, el embarcadero de Caronte para los griegos, aquella costa que horrorizó al General romano Décimo
Junio Bruto cuando vio caer el Sol en el mar, seguido de una gran llamarada que
salía de él.
Mi idea era llegar
andando a la ría de Corcubión pero mi agotamiento hizo que me detuviera en una
pequeña aldea marinera donde pregunté a unas paisanas por algún sitio donde
pudieran darme habitación y comida un par de días. Una de ellas, con cara de
disgusto, me dijo secamente en gallego:
—Onde Carmiña, a do
Inglés, estará ben.
Después tuve que
preguntar sorprendido y curioso dónde era eso de “Carmiña, a do Inglés” y
pasados varios minutos de preguntas y respuestas pude, al fin, salir de la
aldea, subir por un camino rural y llegar a un gran caserón desde donde se veía
el mar. Carmiña, a do Inglés, vivía sola en una gran casa de piedra, restaurada
y desde donde lo días claros se podía ver en todo su esplendor parte de la
mítica y misteriosa “Costa da Morte”. Pasaba de los
treinta, de pelo negro, ojos verdes y un cuerpo rotundo, que suavizaba su cara
de niña traviesa. Había convertido la vieja casa familiar en un Hostal rural, después de volver de Londres a donde se había ido con 20 años detrás de un
“jipi”, como me contaron las mujeres mientras me indicaban como llegar allí.
Me recibió con una gran
sonrisa y me preparó una de las habitaciones con ventanas al mar y una cama
antigua enorme. Esa noche después de cenar le invité a sentarse a mi mesa a
tomar un café y me contó su historia, yo no hacía más que fijarme en sus ojos, en
su sonrisa y en la rotundidad de su cuerpo, mientras me contaba su aventura
londinense como si fuera un amigo que hacía tiempo no había visto.
Al día siguiente, cuando
volvía de dar una vuelta por la playa que estaba a los pies de la colina que remataba la casa,
vi una puerta abierta que desde el pequeño huerto trasero daba a la cocina y me
asomé. El morbo que ha alimentado siempre mis más profundos sentimientos
eróticos hizo que me quedara extasiado contemplando a Carmiña cocinando de
espaldas a mí y yo observándola desde el marco de la puerta, sus caderas
llevaban la misma cadencia que los movimientos de sus brazos trabajando una
masa de harina en la repisa de mármol de la cocina.
Durante el Camino
tienes muchas horas en la que tienes que ocupar la mente en algo sobre todo si
vas solo; reconozco que muchas veces pensaba en sexo cuando mis meditaciones ya
no me entretenían, y como no soy de rezar, al ritmo de la caminata iba
calentando mi imaginación, por otro lado nada difícil de calentar, el morbo
siempre ha sido un fiel compañero de mi vida.
—¿Qué cocinas?— le
pregunté todavía turbado por la visión de sus caderas.
—Anda lávate las
manos y ven a ayudarme si quieres— Me dijo con esa risa pícara que acentuaba
las pecas en sus mejillas.
Claro que quería, me
lavé las manos y le pregunté en que podía ayudar
—Estoy haciendo una masa para una
empanada de bacalao y pasas— me respondió sin levantar la vista.
—Pero toda esa comida,
¿para quién es?— le pregunté
—Tienes que recuperar
fuerzas después de tanta caminata— me contestó mientras en sus ojos y en su
sonrisa se reflejó un punto de picardía que en aquel momento me produjo un
cierto hormigueo por el cuerpo.
—Ven, ¿quieres
aprender a hacer una masa para empanada?.
—Bueno…, nunca he
amasado nada
—¡Ay rapaz!, fariña non habrás amasado, pero outras cousas...— me contestó en gallego.
Creo que me puse rojo
y me subió el calor a la cara. Y ella riéndose me mostró como tenía que hacer.
—Ahora ponte tú.
Y ella se puso a mi
espalda, y cogiendo mis manos me ayudó a amasar, pero… yo
estaba más pendiente de sentir su cuerpo apretado al mío y no pude evitar darme
la vuelta y besarla, ella pareció asombrada, río y me dijo.
—Venga, que acabaré
yo, la masa se estropeará con esa
calentura que llevas.
Y se partía de risa
mientras me miraba y siguió con la masa. Me senté en una gran mesa de madera y
me dijo que me sirviera una copa del vino blanco que se estaba enfriando en la
nevera.
Cuando terminó tapó
la masa, para dejarla reposar, y se sentó a mi lado, le serví una copa de vino,
bebió varios tragos mirándome y mientras me acariciaba la cara con sus dos
manos me besó, un beso profundo, largo y tierno que se convirtió más tarde en
un beso apasionado y caliente.
—¿Quieres comer aquí,
en la cocina?, estarás más caliente— me dijo, levantándose de la mesa, como si
no hubiera pasado nada.
Caliente se está,
pensé, no había duda. Y cuando se acercó a la encimera de nuevo, fui tras ella
y la volví a besar mientras mis manos se atrevían a explorar su cuerpo.
—Anda, quita, que se
va a estropear la masa— me dijo mientras la cortó en dos trozos y comenzó a
trabajarla con el rodillo.
Aproveche su postura
para besarla en el cuello y mientras ella le iba dando forma comencé a
acariciarle el pecho, deteniéndome en sus pezones, las piernas... Yo amasaba
lentamente sus carnes y ella no decía nada y seguía a lo suyo, hasta que
comenzó a gemir. Allí mismo, en esa postura, mientras ella movía con sus manos
el rodillo llegamos al orgasmo, ¿la empanada?, la mejor que he comido en mi
vida.
Ni que decir tiene
que permanecí en casa de Carmiña, a do Inglés, varios días más, y la cocina se
convirtió en nuestro campo de batalla. Unas veces en un cómodo sofá que tenía
al fondo de la cocina y hasta un día nos acorralamos en la esquina de la nevera
mientras en el fuego hacía chup chup una “caldeirada” de rape. Entre los
deliciosos aromas de sus guisos tuvimos orgasmos gastronómicos, ora con aroma a arroz
con bogavante, ora a almejas a la marinera o a empanadas de carne o de pulpo…
todavía hoy, cuando guiso en casa, me acuerdo de ella y de esos días en la
Costa da Morte.